Por Lilia Esmeralda Calderón Almerco
Camino de Huancavelica a Huancayo. La sierra de Perú |
Por
la ventana, con un ojo ocluido vi gente muy abrigada que iba y venía por las
veredas húmedas. Los vendedores ambulantes se habían cubierto con bolsas de
plástico para no mojarse. En los paraderos, la gente se cubría como podía. Por
un momento cerré los ojos y me sentí mejor. Se oía ruidos de
bocinas, sonidos de motores de vehículos, voces invitando a subir a los buses, pregones de vendedores. Hubiera preferido oír cantos de pájaros. Pensé con
disconformidad que ese día no podría trabajar en la computadora, ni leer, ni ver la televisión,
pues el médico me lo había prohibido por veinticuatro horas. Recordé que mi
madre estaría impaciente esperándome para saber cómo me había ido en la
consulta médica. De pronto, la voz de una mujer llamó mi atención y abrí los
ojos o uno de ellos. Era medianamente joven con el aspecto de ama de casa, y ofrecía en venta "caramelos de fresa, de naranja, de mora, de limón de la reconocida marca
Ambrosoli, a solo diez céntimos cada uno y seis por cincuenta céntimos".
Recorrió el bus vendiendo y al pasar junto a mí se acercó y dejó dos caramelos
sobre mi cartera que reposaba en mi regazo. Luego se bajó del bus con una leve sonrisa en los labios.
Quedé
impactada. Cómo esa mujer que probablemente estaría desempleada, con varios
hijos que alimentar y que ganaría muy poco en la venta de caramelos me
obsequiaba de su valiosa mercancía, por qué. ¿Sintió compasión al verme con el
ojo ocluido? ¿Me percibió como alguien más desvalida que ella? ¿Me conocía de
antes, tal vez? Sea quien hubiera sido esa mujer, lo que hizo me conmovió profundamente,
y aunque hayan pasado muchos años, me conmuevo igual cada vez que recuerdo la
escena.
Tal
vez era un ángel que acudió a levantarme el ánimo. Mi ángel de la guarda que me acompaña
desde siempre.
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