Por Lilia E. Calderón Almerco
Recuerdo que, cuando éramos niños, mi madre nos cantaba canciones que decían historias fantásticas para hacernos dormir y, en navidad, una de sus canciones decía
Hola, niño Jesusito,
eres niño como yo,
por eso te quiero tanto
y te doy mi corazón.
En sus últimos años, mi madre era como la niña más ilusionada por la navidad. Desde los primeros días de diciembre, yo me dedicaba a decorar
la casa por las noches, después de volver de trabajar, entonces ella me acompañaba
entusiasmada, me contemplaba poniendo adornos navideños aquí y allá; luces en
las ventanas, la corona en la entrada, el nacimiento, las velas, el árbol,
hasta que ella se quedaba dormida esperando el resultado.
Al terminar, yo apagaba las luces antes de despertarla. Al encenderse la luz, ella contemplaba y quedaba maravillada por la
decoración. Sus ojitos hermosos brillaban como si todo fuera nuevo y magnífico,
como si lo viera todo por primera vez, aunque solo eran los antiguos objetos de
todos los años, dispuestos de manera diferente.
Mi madre siempre estuvo enamorada de la navidad, y en los días de navidad su alegría era rebosante e inocente, una alegría que no envejecía con los
años.
Esa alegría que brota fácilmente, la capacidad para descubrir belleza y novedad en las cosas simples, el entusiasmo por amor que solo busca animar a otros. Esa es la herencia que mi madre me dejó para celebrar cada navidad sin ella, y es mi deseo para todas y todos ustedes.
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