Por Lilia E. Calderón Almerco
Aquel día, salí con urgencia para una
consulta médica. Sentía ardor y molestia ante la luz en el ojo izquierdo. En la consulta, el oftalmólogo me cubrió el ojo doliente con una gasa
blanca.
Al salir, caía la llovizna de julio en Lima. De inmediato apareció un bus que iba casi desocupado. Subí y me senté junto a la ventana, aliviada al evitar que se mojara la gasa que me cubría un ojo.
Por la ventana, con esfuerzo, veía a gente muy abrigada que iba y venía por las veredas húmedas y a vendedores
ambulantes cubiertos con bolsas de plástico para no mojarse ellos ni sus mercancías. Por un momento
cerré los ojos y me sentí mejor, solo escuchaba ruidos de bocinas, sonidos de
motores de vehículos, pregones de vendedores. Pensé con disconformidad que ese
día no podría trabajar en la computadora, ni leer, ni ver la televisión, pues
el médico me lo había prohibido por veinticuatro horas. Recordé que mi madre
estaría impaciente esperándome para saber cómo me había ido en la consulta. De pronto, la voz de una mujer llamó mi atención y abrí los ojos o uno
de ellos. Era medianamente joven con el aspecto de ama de casa, y ofrecía en
venta "caramelos de fresa, de naranja, de mora, de limón de la reconocida marca
Ambrosoli, a solo diez céntimos cada uno y seis por cincuenta".
Recorrió el bus vendiendo y al pasar junto a mí, dejó dos caramelos sobre mi
regazo y se bajó.
Cómo esa mujer que probablemente estaría desempleada, con hijos que alimentar y que ganaría muy poco en la venta de caramelos me obsequiaba de su valiosa mercancía. ¿Por qué? ¿Sintió compasión al verme con el ojo ocluido? ¿Me percibió más desvalida que ella? ¿Me conocía de antes, tal vez? Sea por la razón que haya sido, ella me dio una lección de humanidad. Nunca la olvido en mis plegarias.
Al llegar a casa, dije a mi madre que había encontrado a mi ángel de la guarda en el bus.

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